Los discursos del odio estigmatizan a colectivos y minorías por cuestiones étnicas,políticas, sociales o religiosas buscando su denigración y provocando una desigualdad estructural, un juego de superioridad e inferioridad. La reacción jurídica ante los discursos del odio no es unívoca en la esfera internacional,donde pueden identificarse varios paradigmas diferenciados: el modelo americano, hiper proteccionista de la libertad de expresión, donde sólo se reprenden las expresiones que conducen de forma directa a la comisión de delitos; el modelo Europeo, más proclive a censurar jurídicamente expresiones denigratorias gratuitas, que no contribuyen a la formación de la opinión pública, aunque no conlleven la comisión de delitos; y el modelo de los regímenes dictatoriales a los que en este extremo pueden equipararse algunos Estados confesionales, sobre todo de tradición islámica en los que el ataque a los símbolos ideológicos o religiosos constituye un ataque al propio Estado.En Europa hemos puesto recientemente el acento en los tipos penales ligados a la idea de apología del odio, que se han multiplicado en todo el continente y de los que la última reforma del Código penal español de 2015 constituye una manifestación proverbial. Sin embargo, la eficacia del derecho penal es precaria en este terreno, por lo difícil que es apreciar intencionalidad dañina en ciertas expresiones satíricas; por la cobertura que les presta el contexto artístico en el que a veces se producen; y por la tradicional consideración que tiene en la regulación de las injurias lo que sea o no aceptable según el uso social de cada época. En todo caso, el derecho aplicable en esta materia está en gran medida en construcción, in fieri ; necesitado de grandes acuerdos internacionales y globales entre los Estados y las identidades culturales y políticas que conforman la comunidad internacional. Para esta tarea la necesidad de un pensamiento fuerte, de orden ético y político, es tan incuestionable como urgente si queremos evitar los efectos más dramáticos del choque de civilizaciones que hoy revivimos a golpe de atentados. En este punto nos parece esencial construir una idea de respeto inclusivo como pilar y conductor de la convivencia en sociedades cada vez más interculturales.Entendemos que el estatuto de la tolerancia no ha de limitarse al reconocimiento del respeto como valor cívico comprometido activamente con los derechos universales inherentes a todo ser humano. Ese es, desde luego, un prius que ya señaló la Declaración de la UNESCO de 1995 dejando claro que no se trata de elevar a norma una tolerancia de la indiferencia , esencialmente permisiva, sino que hay que partir de la exigencia del respeto de la dignidad del otro en el sentido que proclama el art. 1º de la Declaración universal de derechos humanos, según el cual Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. A partir de ese mínimo, la construcción del respeto tiene que ir más allá del mero reconocimiento del otro, de lo distinto, para caminar hacia la inclusión del otro desde una perspectiva más intercultural que multicultural, de modo que pudiéramos transitar de la ética pública de la tolerancia hacia el otro a la ética cordial del reconocimiento del otro, de un reconocimiento que persigue una integración cultural transformadora. Esta posición nos sitúa ante la exigencia de políticas públicas de reconocimiento de las minorías y la diversidad de identidades. Políticas públicas activas que comprenderían desde una educación en derechos humanos que sentase las bases de una ciudadanía intercultural hasta la atención de las víctimas de la violencia y la discriminación que nacen del odio y de la ignorancia.