Las sociedades más avanzadas de la actualidad se estructuran en torno a tres elementos normativos: el Estado de derecho, la satisfacción de las necesidades humanas básicas y la limitación de las desigualdades. Estos elementos están profundamente arraigados en la cultura, hasta el punto de que se espera que los ciudadanos subordinen plenamente sus diversos intereses y valores personales a un compromiso con el funcionamiento justo y equitativo de su sociedad. Esta arraigada expectativa normativa de imparcialidad es sorprendente: una madre que hace un favor a su propio hijo es ampliamente denunciada si lo hace en el desempeño de un cargo público. Por dura que pueda parecer esta condena del nepotismo, es una condición previa clave para las sociedades más exitosas que han existido hasta la fecha. Podría decirse que la supervivencia a largo plazo de la humanidad requiere un logro civilizatorio análogo en el plano global. Allí también, las normas y los acuerdos institucionales justos y equitativos pueden persistir solo si se espera que quienes se encargan de su diseño y funcionamiento sean estrictamente imparciales en la ejecución de sus funciones públicas y, por tanto, ampliamente denunciados por cualquier favoritismo hacia su país de origen. Como un mero reflejo de modus vivendi, el estado actual de las relaciones internacionales implica la expectativa contraria: que los agentes que operan a nivel supranacional actúen para promover los intereses y valores concretos de su Estado de origen. Este nepotismo nacional impide el surgimiento de un orden mundial basado en valores compartidos que la humanidad necesita urgentemente para dominar los grandes retos que plantean las armas sofisticadas y otras tecnologías peligrosas controladas a nivel nacional; el cambio climático y la contaminación; el agotamiento de los recursos y los grupos de presión supranacionales que dan lugar a acuerdos institucionales internacionales i