Abstract

La regulación jurídica de las relaciones entre el Estado y las Iglesias, o entre el Estado y el fenómeno religioso, está íntimamente relacionada en los países europeos con la historia nacional de cada país. Por este motivo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, una jurisdicción necesariamente comprometida con la integración de las diferencias nacionales, ha sido especialmente respetuoso con el «margen de apreciación nacional» de las autoridades estatales a la hora de regular la gestión del pluralismo religioso. Ahora bien, esto no ha impedido la afirmación por parte del TEDH del valor objetivo de la libertad religiosa, ni la asunción de la laicidad del Estado, como un elemento consustancial al sistema democrático, y por lo tanto, como un valor integrante del orden público europeo. El hecho de que la laicidad haya sido erigida en uno de los valores de la Convención exige plantearnos cuáles son los contornos jurídicos de este principio. En definitiva, de qué laicidad estamos hablando. En este artículo, se defenderá que, dentro del ámbito del Convenio, y tomando en consideración la importancia objetiva de la libertad religiosa, la laicidad ha de entenderse como un principio indeclinable dentro del Estado de Derecho, pero también en un sentido de mínimos, y por lo tanto, en ningún caso asimilable, a los concretos perfiles que adquiere este principio en ordenamientos como el francés o el turco, donde, según circunstancias históricas y sociales, el principio de laicidad legitima determinadas ingerencias en la manifestación del derecho a la libertad religiosa.<br />

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