Abstract
La relación de la realidad con el cine es, todavía hoy, un fecundo debate no resuelto. Opinaba Bazin que la realidad debería ser la principal materia prima del arte del siglo XXI, pero a diferencia del movimiento americano del pasado siglo, acuñado bajo la etiqueta de “cine directo” –que propugnaba un cine documental que buscaba representarla de forma sincera, a través de su filmación directa–, el formalista fundador de Cahiers du Cinéma defendía revelar lo invisible a través de las herramientas de la representación. De esta forma, la habitual confusión que lleva a identificar “realidad” con “realismo” quedaría superada con usos de la apariencia, capaz de transmitir la esencia de las cosas más allá de su registro inmediato. Cercana a estos últimos postulados se encuentra la película 3 6 5 (2019), un retrato cargado de profundidad psicológica sobre una mujer que persigue el sueño de vivir de la música pero termina, como en la peor de las pesadillas, durmiendo en la calle. En este film, de marcada vocación social, la cámara deambula con su protagonista por bulevares de sueños rotos con una mirada más amplia que su propio objetivo y trasciende su marco (también literalmente, el del encuadre) para componer un retrato generacional y desvelar, desde el naturalismo, una de esas instantáneas donde aparecen otros espectros muy reales: los habitantes invisibilizados del paisaje urbano de nuestra sociedad y tiempo.
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