Abstract

La filosofía de la educación no es una disciplina, sino una materia instalada en una biblioteca, en una serie de lecturas y textos que, en la enseñanza, entendida como un acto de transmisión, compone un curso, para dar a leer, para dar a pensar y escribir, para permitir una conversación. Pero es, también, educación: un encuentro entre generaciones en la filiación del tiempo. La filosofía (de la educación) tiene que ver con el amor, con una especie de aumento de más hambre que no desea satisfacerse plenamente, y con el deseo, con la casa del deseo. Deseo no de conocimiento, sino de sabiduría, una que nos produce placer y dolor, una que conduce una vida y le da una forma. Este es el punto de partida aquí; mi punto de partida como profesor para pensar una filosofía de la educación. No obstante, a pesar de ese dolor que a veces nos atraviesa, o que hunde al amigo o a la amiga en el abismo, hay un último sentido en el que la educación, pensada filosóficamente -quizá como una especie de poética y como una bellísima melodía-, nos recuerda, con insistencia, la más importante ley de la educación jamás escrita por los dioses: «No te preocupes», «No pasa nada», «Yo estoy contigo», «Todo está bien». En estas expresiones se encierra la esencia de la promesa pedagógica. Prometemos lo imposible; buscamos, deseamos lo imposible, porque la esperanza nunca muere y nos conecta con la vida, pues lo posible ya es. Y lo hacemos atravesados del Eros, que es dulce y amargo, que es salud y pobreza, y aprendemos, en el amor, a habitar la casa del deseo.

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